El capítulo tercero trata sobre la diversidad cultural y su relación con la materia de EpC. Es muy interesante el principio que critica la presunta neutralidad cultural del Estado (2007: 53). Tal cosa no existe, dado que el currículum implica una selección, tal y como el autor indica, citando referencias pertinentes (2007: 65), como X. Lluch o J. Gimeno Sacristán, que han estudiado la interculturalidad curricular. La postura que adopta el autor parte por lo tanto de una evolución histórica desde la tradición liberal antedicha hasta el reconocimiento de la ciudadanía múltiple (2007: 54) o multicultural (2007: 56), tanto como una situación de facto, cuanto como una postura teórica que es necesario defender so pena de derivar en una abstracción sobre la realidad sociológica que se vive en España. Sin embargo, creo que el autor recae apostando por la misma neutralidad que antes se había encargado de criticar. Dada la diversidad cultural, EpC se ofrece como un marco común, en palabras del autor (2007:54):
«[...] una educación intercultural puede ser entendida y practicada como una EpC, que posibilite la convivencia en un marco común.»
Es obvio que existe una necesidad de convivencia mutua en una sociedad culturalmente diversa, que la marginación y la homogenización no conducen sino a conflictos, en el primer caso con minorías culturales potencialmente no reconocidad; mientras que en el segundo, con la supresión de las diferencias culturales con la violencia implícita que supone tal acción. Es por ello pertinente tomar en serio la relación que tiene la educación con la cultura y la identidad, en la medida en que, en especial ésta última, es un verdadero dilema cuya conceptualización está lejos de ser resuelta. La referencia (2007: 60) a la polémica entre el reconocimiento igualitario (representado por Habermas) versus el diferenciado (Taylor), pretende ser superada desde una nueva neutralidad intercultural, es decir, desde un discurso aparentemente imparcial frente a la diversidad y que permita una convivencia pacífica. Esto se consigue, pretende el autor, desde el reconocimiento del “entorno inmediato” que abra la posibilidad de alcanzar no solo una identidad estatal, (que ya es en sí una abstracción respecto a la inmediatez cultural), sino que el propósito es llegar a ser ciudadano del mundo (2007: 63).
Se trata por tanto de una postura de mínimos, que parte de la posibilidad de lograr pactos desde el “republicanismo cívico” que ha aceptado unas normas de convivencia pacífica mediante la negociación dialogada de los problemas. Las obras de Habermas, Rawls y Taylor pueden entenderse como intentos para establecer dichos procedimientos de discusión, y cada una se sitúa en una posición determinada respecto al debate entre reconocimiento e identidad por lo que parece que Bolívar da por supuesto precisamente aquello que por el momento no se ha conseguido. No existe una política de reconocimiento universalmente aceptada y si se considera que ha de partir desde una comunidad ideal de diálogo, un velo de ignorancia o una ética de la autenticidad en el seno de cada marco cultural, o cualquier otra alternativa, implica una ineludible toma de partido, puesto que el republicanismo cívico no es una posición de presunta ecuanimidad que todos estén dispuestos a aceptar, en la medida en que no define los procedimientos de consenso, sino que los da por dados. No basta con afirmar que mediante la democracia se obtiene tal cosa, porque ni tan siquiera creo que exista una definición consensuada de tal concepto, y en cualquier caso ¿nuestra sociedad entraría en tal definición?
La discrepancia teórica entre los pensadores sociales parece indicarnos que no existen posturas neutrales a este respecto, dado que toda teoría social existe una vertiente práctica derivada y situada respecto a las otras en una relación de fuerza/oposición recíproca. Por ello el planteamiento del autor, pese a ser formal o teóricamente impecable, implica una supresión de esta necesaria lateralidad cuya consecuencia se insinúa: la ineficacia causal, -que es en realidad la cuestión de fondo del libro en su conjunto:
«Dado que el desarrollo personal es altamente dependiente de la cultura originaria, el Estado democrático-liberal tendía especiales obligaciones con estas minorías, permitiendo el mantenimiento de su herencia cultural. Si una educación intercultural incluye las demandas de reconocimiento de identidades culturales que configuran o residen en un país, esto no excluye la formación de una ciudadanía de identidad nacional.» (2007: 64).
Habría que añadir también que la formación de una “ciudadanía de identidad mundial” sería consecuencia de este proyecto, tal como se ha visto anteriormente. Cabe añadir, además, que tal identidad ha de construirse, como es lógico y evidente, desde una, llamémosle, ética laica que establezca el marco común de convivencia en una sociedad plural. Creo que es preciso distinguir dos planos que se solapan a este respecto. En primer lugar, pese a que se pueda considerar que la tendencia ilustrada constituya este marco, no existe unanimidad real sobre cómo han de entenderse sus valores. Más allá de los debates histórico-económicos (que hablan de una burguesía que trata de legitimar su participación y dominio político), en la medida en que la Ilustración es un fenómeno histórico constantemente cuestionado, su comprensión resulta solo parcial y, además, parece que necesariamente interesada. No podemos dar por sentado que esos valores son los aceptables, porque su significado, con cierta ironía, diría que nos es inescrutable. Si las competencias que se pretende desarrollar son:
«Resolver conflictos de forma no violenta, argumentar en defensa de los puntos de vista propios, escuchar, comprender e interpretar los argumentos de otras personas, reconocer y aceptar las diferencias, elegir, considerar alternativas y someterlas a un análisis ético, asumir responsabilidades compartidas, establecer relaciones constructivas, no agresivas con los demás, y realizar un enfoque crítico de la información.» [2007: 42]
Resulta extraño una parte de la sociedad haya planteado la objeción de conciencia ante la EpC. Cabe argüir que tales personas están de acuerdo con los valores mencionados, pero no con la presencia en el currículum de dicha materia. No obstante, para el caso es igual, lo que demuestra de nuevo es que no existen posiciones de neutralidad común en política, y que muchas veces existe el consenso precisamente sobre aquello sobre lo que no se establece debate, precisamente porque este no ha llegado a establecerse y no porque sea un fondo común de referencia. Existe inconscientemente podría decirse. Este es el segundo plano que se entrelaza con el anterior, para algunos grupos la religión no es ni puede ser una cuestión privada ya que en gran parte regula la vida pública de sus seguidores, y pretender que se acepte la mera privatización, como se ha tratado históricamente de conseguir, implica una subversión de lo establecido que genera en si conflicto. Por ello los fieles pueden manifestarse contra esta opción, lo que termina con la neutralidad de la posición laicista. Una cosa es el argumento mismo, que como filósofos nos puede parecer impecable, y otra la percepción del mismo por los creyentes, donde sólo se trata de otro argumento que entra en competencia con otros. Como se sabe, el laicismo no ha logrado terminar con el estadio teológico a pesar de todos los pesares. Ampararse en un concepto de democracia como el que Bolívar mencionado adolece, de nuevo, en nuestra opinión, de esa ineficacia causal que hace el discurso interesante desde un punto de vista teórico, aunque huero desde el práctico.
El problema de la diversidad cultural y su integración en una democracia es central en los proyectos políticos y educativos de los países, en especial en la Unión Europea, donde ni siquiera hay un concepto tradicional de ciudadanía y éste no hará sino pasar a la competición por las identidades donde se juega el dilema intercultural en la actualidad.
«[...] una educación intercultural puede ser entendida y practicada como una EpC, que posibilite la convivencia en un marco común.»
Es obvio que existe una necesidad de convivencia mutua en una sociedad culturalmente diversa, que la marginación y la homogenización no conducen sino a conflictos, en el primer caso con minorías culturales potencialmente no reconocidad; mientras que en el segundo, con la supresión de las diferencias culturales con la violencia implícita que supone tal acción. Es por ello pertinente tomar en serio la relación que tiene la educación con la cultura y la identidad, en la medida en que, en especial ésta última, es un verdadero dilema cuya conceptualización está lejos de ser resuelta. La referencia (2007: 60) a la polémica entre el reconocimiento igualitario (representado por Habermas) versus el diferenciado (Taylor), pretende ser superada desde una nueva neutralidad intercultural, es decir, desde un discurso aparentemente imparcial frente a la diversidad y que permita una convivencia pacífica. Esto se consigue, pretende el autor, desde el reconocimiento del “entorno inmediato” que abra la posibilidad de alcanzar no solo una identidad estatal, (que ya es en sí una abstracción respecto a la inmediatez cultural), sino que el propósito es llegar a ser ciudadano del mundo (2007: 63).
Se trata por tanto de una postura de mínimos, que parte de la posibilidad de lograr pactos desde el “republicanismo cívico” que ha aceptado unas normas de convivencia pacífica mediante la negociación dialogada de los problemas. Las obras de Habermas, Rawls y Taylor pueden entenderse como intentos para establecer dichos procedimientos de discusión, y cada una se sitúa en una posición determinada respecto al debate entre reconocimiento e identidad por lo que parece que Bolívar da por supuesto precisamente aquello que por el momento no se ha conseguido. No existe una política de reconocimiento universalmente aceptada y si se considera que ha de partir desde una comunidad ideal de diálogo, un velo de ignorancia o una ética de la autenticidad en el seno de cada marco cultural, o cualquier otra alternativa, implica una ineludible toma de partido, puesto que el republicanismo cívico no es una posición de presunta ecuanimidad que todos estén dispuestos a aceptar, en la medida en que no define los procedimientos de consenso, sino que los da por dados. No basta con afirmar que mediante la democracia se obtiene tal cosa, porque ni tan siquiera creo que exista una definición consensuada de tal concepto, y en cualquier caso ¿nuestra sociedad entraría en tal definición?
La discrepancia teórica entre los pensadores sociales parece indicarnos que no existen posturas neutrales a este respecto, dado que toda teoría social existe una vertiente práctica derivada y situada respecto a las otras en una relación de fuerza/oposición recíproca. Por ello el planteamiento del autor, pese a ser formal o teóricamente impecable, implica una supresión de esta necesaria lateralidad cuya consecuencia se insinúa: la ineficacia causal, -que es en realidad la cuestión de fondo del libro en su conjunto:
«Dado que el desarrollo personal es altamente dependiente de la cultura originaria, el Estado democrático-liberal tendía especiales obligaciones con estas minorías, permitiendo el mantenimiento de su herencia cultural. Si una educación intercultural incluye las demandas de reconocimiento de identidades culturales que configuran o residen en un país, esto no excluye la formación de una ciudadanía de identidad nacional.» (2007: 64).
Habría que añadir también que la formación de una “ciudadanía de identidad mundial” sería consecuencia de este proyecto, tal como se ha visto anteriormente. Cabe añadir, además, que tal identidad ha de construirse, como es lógico y evidente, desde una, llamémosle, ética laica que establezca el marco común de convivencia en una sociedad plural. Creo que es preciso distinguir dos planos que se solapan a este respecto. En primer lugar, pese a que se pueda considerar que la tendencia ilustrada constituya este marco, no existe unanimidad real sobre cómo han de entenderse sus valores. Más allá de los debates histórico-económicos (que hablan de una burguesía que trata de legitimar su participación y dominio político), en la medida en que la Ilustración es un fenómeno histórico constantemente cuestionado, su comprensión resulta solo parcial y, además, parece que necesariamente interesada. No podemos dar por sentado que esos valores son los aceptables, porque su significado, con cierta ironía, diría que nos es inescrutable. Si las competencias que se pretende desarrollar son:
«Resolver conflictos de forma no violenta, argumentar en defensa de los puntos de vista propios, escuchar, comprender e interpretar los argumentos de otras personas, reconocer y aceptar las diferencias, elegir, considerar alternativas y someterlas a un análisis ético, asumir responsabilidades compartidas, establecer relaciones constructivas, no agresivas con los demás, y realizar un enfoque crítico de la información.» [2007: 42]
Resulta extraño una parte de la sociedad haya planteado la objeción de conciencia ante la EpC. Cabe argüir que tales personas están de acuerdo con los valores mencionados, pero no con la presencia en el currículum de dicha materia. No obstante, para el caso es igual, lo que demuestra de nuevo es que no existen posiciones de neutralidad común en política, y que muchas veces existe el consenso precisamente sobre aquello sobre lo que no se establece debate, precisamente porque este no ha llegado a establecerse y no porque sea un fondo común de referencia. Existe inconscientemente podría decirse. Este es el segundo plano que se entrelaza con el anterior, para algunos grupos la religión no es ni puede ser una cuestión privada ya que en gran parte regula la vida pública de sus seguidores, y pretender que se acepte la mera privatización, como se ha tratado históricamente de conseguir, implica una subversión de lo establecido que genera en si conflicto. Por ello los fieles pueden manifestarse contra esta opción, lo que termina con la neutralidad de la posición laicista. Una cosa es el argumento mismo, que como filósofos nos puede parecer impecable, y otra la percepción del mismo por los creyentes, donde sólo se trata de otro argumento que entra en competencia con otros. Como se sabe, el laicismo no ha logrado terminar con el estadio teológico a pesar de todos los pesares. Ampararse en un concepto de democracia como el que Bolívar mencionado adolece, de nuevo, en nuestra opinión, de esa ineficacia causal que hace el discurso interesante desde un punto de vista teórico, aunque huero desde el práctico.
El problema de la diversidad cultural y su integración en una democracia es central en los proyectos políticos y educativos de los países, en especial en la Unión Europea, donde ni siquiera hay un concepto tradicional de ciudadanía y éste no hará sino pasar a la competición por las identidades donde se juega el dilema intercultural en la actualidad.
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